EDUARDO MARTÍNEZ DE PISÓN
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El paisaje es un resultado, una decantación formal en la superficie de la Tierra. El paisaje es además una expresión del territorio. Y también es una interpretación cultural de la configuración que adquieren los hechos geográficos. De modo que, como bien decía Philipp Otto Runge, el pintor que fue capaz de meter todos los colores en la faz de una esfera: «Todo converge en el paisaje». El paisaje, al acumular elementos espaciales y tiempos históricos, puede mostrar de una sola vez las claves de la compatibilidad territorial o sus disarmonías. El paisaje ofrece, visto así, la prueba de la sostenibilidad.
El paisaje es, como decimos, el lugar configurado (y a veces desfigurado). Por eso es la geografía, es decir, la localización y la territorialidad, su primer paso revelador. Es una unidad de integración de fuerzas naturales y sociales, de componentes físicos y humanos, y de piezas o unidades territoriales internas. Las construcciones formales resultantes de un proceso evolutivo de todos estos ingredientes se presentan afincadas y ensambladas entre sí en una corología local, regional y universal. La geografía del paisaje que entiende tal mosaico o tal mapa es, pues, inicialmente, una morfogeografía. Pero no acaba aquí. El paisaje, al ser además un descubrimiento cultural del territorio y no solo la decantación formal de este, al revelar su aspecto profundo, culto y estético, añade la percepción del lugar, su comprensión, incluso su sentimiento y, naturalmente, su representación, su imagen científica y artística. Al decir, pues, paisaje y no territorio incluyo este como materialidad más esa imagen de recepción sensible; su estudio, enlazando de modo integrado sus áreas y componentes, y la cultura otorgada con la que se le ha cualificado. El acto de ver un paisaje es el de descubrir una dimensión superior en el territorio. El hecho geográfico está ahí y precede al descubrimiento, pero sin este no hay aún paisaje. El paisaje es así la suma de un todo ecológico, histórico y geográfico, y otro todo interpretativo.
La morfología es, por tanto, la base del paisaje. Tales formas muestran los rostros terrestres, su faz física y las fisonomías elaboradas a partir del cuadro natural de modos de vida, técnicas y funciones económicas, más estilos, categorías y niveles culturales y morales. Un territorio, cuando es interpretado culturalmente, cuando pasa a ser reconocido como paisaje, es decir, más allá de una mirada pragmática, se reorganiza intelectual, estética y éticamente. Entonces se establece con él un diálogo especial y de mayores contenidos. Los avances históricos en el concepto de paisaje, en sus representaciones artísticas, en sus métodos de estudio y en sus aceptaciones sociales, son logros en la historia de la civilización, que incluyen a técnicos, habitantes, políticos, pensadores, artistas y científicos, es decir, que afectan al cuerpo cultural completo. La lectura de un paisaje es, pues, la lectura de un proceso y de un sistema cultural.
Desde sus mismas fuentes modernas, la geografía ha estimado que los entendimientos correctos de los paisajes partían del principio de la unidad de lo terrestre, de la combinación, correlación y encadenamiento de los fenómenos. Solo hay que añadir que, hablando de paisajes, la cultura es uno de esos fenómenos.
Las representaciones culturales de los paisajes incluso nos enseñan a ver. Nos guían en la percepción. Es tal su presión que los niveles educativos son decisivos para comprender los paisajes, ya que las imágenes previas asisten al perceptor para mejorar su visión; pero también puede ocurrir que el viajero —como escribía Hippolyte Taine en su viaje al Pirineo a mediados del siglo XIX— se declare en rebeldía y haga alarde de preferir su visión espontánea y personal directa, sin deformarla por una previa información geográfica o literaria o pictórica. No es este buen consejo, de todas maneras, pues —siguiendo a Henry David Thoreau— tanto más veremos cuanto más preparados estemos para ello. Hasta los mismos sentidos se combinan y trasponen en un todo perceptivo como resonancia de la unidad de lo real, de la trabazón, del tejido del paisaje. El concepto de estructura está implícito en el término paisaje; se parte de su existencia. Tras las formas hay estructuras no visibles que ordenan (o desordenan) las apariencias. La idea ilustrada y romántica de los «cuadros de la naturaleza» descansaba ya en que tales cuadros eran la faz de esa estructura geográfica: estructura que toma una forma, forma que presenta una faz, faz que percibimos. La función que arma buena parte de esa estructura está así detrás de cualquier territorio, que hoy no es sino un corte en su proceso histórico; pero al final del entendimiento del lugar son los contenidos, los significados, los que aparecen dentro de cualquier paisaje. Invirtiendo los términos, para los escritores de la Generación del 98 el paisaje era una puerta para entrar en el espíritu.
La circunstancia orteguiana en cuanto al marco geográfico está referida al paisaje. El paisaje aparece así como condición y como referencia de la vida. Ortega añadía que, si yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella no me salvo yo. El paisaje como circunstancia es lo mismo: si no lo salvo a él no me salvo yo. Esto coloca al paisaje más allá del medio o de cualquier relación mecánica, meramente productiva o de supervivencia. Frente a la idea tradicional del «medio», habría que decir «paisaje», escribía ya José Ortega a principios del siglo XX. En la observación del mundo, ver el medio como paisaje requeriría, pues, la revelación de un grado superior en la concepción de los lugares. En el caso concreto de los paisajes antrópicos, buscaría la correspondencia entre naturaleza y hombre, lo que obligaría a pasar de una causalidad naturalista a otra humanista. El paisaje sería así el medio convertido en circunstancia. Es entonces cuando el paisaje adquiere el valor de un concepto liberador del determinismo geográfico en la historia. Pero hacerlo entraña un sentido de responsabilidad —como toda libertad—, de ética del comportamiento. Si somos libres, somos responsables de nuestros lugares, de nuestros paisajes. Cuando la mirada humana descubre el mundo como paisaje ve también su profundidad tras las apariencias.
El paisaje permite reconocer un nuevo escenario patrimonial. Está establecido que las administraciones cuiden el patrimonio histórico, el artístico y el natural, pero el paisajístico, expuesto a todas las inclemencias, y que es el patrimonio geográfico de un país, no está aún incluido.
Los paisajes forman teselas que pasan gradualmente (o bruscamente) de unos a otros desde sus principales modos de presentación en el mapa terrestre: los de dominante natural (no necesariamente de exclusividad natural), los de dominante rural (con su base natural y sus referencias en los nudos urbanos) y los de dominante urbano (con un fundamento físico y una relación nodal con todo el sistema funcional, natural y rural). Más los espacios mixtos. Porque paisaje es todo territorio que sea interpretado como tal, de la Antártida a la Puerta del Sol, pasando por las viñas de Castilla, formando espacios regionales y continentales e incluso marinos, en conjuntos más o menos trabados. Cada paisaje es una unidad media bien definida de entendimiento, que participa con otras de espacios comarcales más amplios y que está compuesta por localidades menores grupadas; con ello, el paisaje se organiza a escalas diferentes en las que las tensiones entre homogeneidad y diversidad definen su geografía. Esto permite su cartografía y, con ella, su establecimiento, su tipología, su análisis, su comunicación y su gestión. En otras palabras, su utilidad.
De este modo hay, por un lado, lo que llamamos los componentes materiales del cuadro, donde el relieve dialoga con el clima, el agua, la vegetación y también con el hombre, como trama básica de cualquier paisaje. El hombre, gran agente activo en conjunto en los paisajes terrestres, ha recompuesto la película planetaria de la morfoesfera. Hemos colocado en lo propio de nuestra especie, en nuestras reconfiguraciones y artefactos, el centro de interés geográfico e, incluso, hemos hecho múltiple el entendimiento del paisaje en el tiempo y en el espacio. Tendemos a difuminar la diversidad tradicional de los paisajes y hasta dispersamos por todo el planeta «no-paisajes» similares a sí mismos y extraños a sus entornos, enajenados del sentido geográfico de los lugares. Lo que fue la original geosfera, que aún mantiene sus claves físicas como un orden básico del mundo, ha perdido así naturalidad y diversidad. La primitiva biosfera ha ido cambiando en el largo tiempo geológico, pero también lo ha hecho en el corto período histórico. Los seres vivos hemos modelado una ecosfera a nuestra medida, que hoy se está transformando de tal modo que la geosfera original —que, por otro lado, siempre fue cambiante— está pasando a ser una tecnosfera. Artificialidad, homogeneidad, aceleración rigen esta tecnosfera. Los paisajes desinteresan.
La sostenibilidad del paisaje radica en la adecuada protección para la dirección
de su dinámica de mantenimiento y evolución, como todo ser vivo
El paisaje en el que participan lo agregado y lo recompuesto por el ser humano es, en suma, un complejo físico y antrópico, salvo en confines cada vez más escasos y vulnerables. El patrimonio habitual que aparece en la superficie terrestre, con sus diferentes dominantes, forma parte de este complejo. Tal paisaje patrimonial suma y dialoga entre sus variados constituyentes, por lo que requiere, para su entendimiento y tratamiento, solvencia profesional múltiple en quienes traten de establecer todos sus diversos componentes y su sentido de la convergencia para entender sus enlaces. El patrimonio paisajístico se inicia, por tanto, en la morfogeografía natural y termina en la elaboración humana territorial (en el patrimonio rural, en el urbano, en el del sistema de relación regional, en el monumental y funcional, en el llamado paisaje construido, y en la vivencia, la comprensión y la representación). Para disponer intelectualmente de este recurso se necesitan mucho esfuerzo y alta competencia; pero, en un cuadro tecnológico de progresivo desinterés por los paisajes, esto solo se puede afianzar en un fondo cultural sólido que, como bien sabemos, no en todas partes está suficientemente desarrollado o implantado. Y aún es más complicado el acercamiento riguroso al paisaje cuando, tras la composición del cuadro geográfico, hay un infinito escenario explicativo de experiencias, sentimientos, gustos, pensamientos, representaciones y proyectos, que hacen necesario entrar en lo invisible. Pero el mismo Ortega y Gasset escribió que el bosque es más lo latente que lo patente, lo profundo que lo superficial, lo invisible que lo visible, el dentro que el fuera. El bosque está sugerido, no visto, para quien está en su interior, pues siempre se desarrolla detrás de la inmediata línea de árboles, y, como toda la realidad, sus aspectos más profundos son los no aparentes. La teoría es que el bosque existe al interpretarlo como tal. Bruno Zevi añadía en su libro Saper vedere l’architettura que los hombres no estamos habituados a entender el espacio, pues la visión de este necesita las tres dimensiones; para lograrlo debemos situarnos envueltos por él. Es decir, lo conseguimos cuando el paisaje nos contiene.
El sentido patrimonial del paisaje se decanta de sus valores. Una vez establecidos, debe tenerse en cuenta que el paisaje es dinámico y, por tanto, cambiante. La sostenibilidad del paisaje no radica, pues, en su mantenimiento simple, sino en la adecuada protección para la dirección de su dinámica de mantenimiento y evolución, como todo ser vivo. Al lograrlo se protege no solo el rostro sino la estructura que lo genera, el dinamismo que le da vitalidad y el cambio que requiere, así como también se atiende al trasfondo de ideas, percepciones e imágenes que lo alimentan culturalmente. El «todo» responde solo como totalidad y en ella están naturaleza y hombre en su pulso vital y en su lugar apropiado. Entonces, en el paisaje, atendido o desatendido, se establece el signo mismo, positivo o negativo, de la sostenibilidad. El paisaje tiene, como decantación final, una posición central en el sistema de cambio y de preservación territorial. Se encuentra en la confluencia de tres vértices y flujos: la conservación de la naturaleza; la protección de los recursos, usos tradicionales y componentes culturales, y la regulación de las actividades, procesos de cambio y usos educativos.
Publicó el romántico José Zorrilla en 1838 un poema sobre la Creación donde aparecían sucesivamente la tierra, la colina, la brisa, la fuente, las aves, la fiera y el hombre, juntos en el paisaje, hasta que la conciencia torcida deshizo el paraíso y «el fresco valle marchitó sus galas / tembló el mundo en sus ejes de diamante», y se inició una historia conocida que acabará cuando «el tremendo día / del daño universal será cumplido». Esperemos que tanto drama no tenga tan desolador final. Empecemos por restaurar los paraísos. Tenemos instrumentos para ello. Pero, sin duda, todo será más fácil y atinado si la idea del paisaje sostenible se convierte en adelante en uno de ellos, en los conceptos, en la normativa y en la práctica de la gestión. Podría ser como poner la flecha en el centro del sistema.
BIOGRAFÍA
EDUARDO MARTÍNEZ DE PISÓN
Catedrático emérito de Geografía en la Universidad Autónoma de Madrid, corresponsal en España del World Glacier Monitoring Service y autor de más de 450 publicaciones. Ha participado como asesor geográfico en documentales televisivos sobre el Polo Norte, Alaska, Siberia, los desiertos de Gobi y Taklamakán, las montañas de Asia Central, la Ruta de la Seda, el Himalaya o el Tíbet. Ha sido miembro del comité MaB español de la Unesco y desde 1999 codirige el Instituto del Paisaje de la Fundación Duques de Soria. Es asimismo vocal del Comité Científico de Parques Nacionales y miembro de los patronatos del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido y del Parque Nacional del Teide. Entre 2003 y 2006 fue director del Plan de Ordenación de Recursos Naturales de la Sierra del Guadarrama (sector de Madrid).