YOLANDA KAKABADSE
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Los gestores deben evolucionar hasta entender que los ecosistemas y las redes naturales no son sus competidores por el recurso, sino sus mayores aliados para captar, almacenar, conducir y depurar el agua
Vivimos tiempos extraordinarios. Por primera vez en la historia, la humanidad ha empezado a tomar conciencia de su capacidad de transformar la vida en la Tierra, pero también a reflexionar seriamente sobre las enormes posibilidades y beneficios de construir un nuevo sistema económico que tenga en cuenta a la gente y al planeta.
Esta es hoy una de las grandes prioridades de la organización que presido, ayudar a crear un modelo económico basado en una nueva forma de medir la prosperidad y el éxito, donde el bienestar social y el capital natural sean indicadores tan relevantes —o más— que los ingresos o el consumo con los que ahora medimos el nivel de desarrollo.
Por eso trabajamos en todo el mundo para que sea reconocida la importancia de la biodiversidad y de los ecosistemas como garantía de un futuro próspero que proporcione alimento, agua y energía para los casi 10.000 millones de personas que compartirán nuestro planeta en 2050.
Son desafíos enormes, y aunque hemos conseguido avances muy importantes sabemos que no son suficientes y que podemos hacer mucho más, especialmente si logramos unir fuerzas y crear alianzas con los gobiernos, las empresas y la sociedad civil, que ya está movilizándose con fuerza por todo el planeta. Sumar es la palabra clave en este momento de la historia y se ha convertido en el eje del trabajo de WWF para los próximos años.
Por suerte, las cosas están cambiando y en todo el mundo estamos promoviendo y apoyando experiencias positivas que demuestran que es posible aprovechar recursos naturales tan vitales como el agua y satisfacer las necesidades, a la vez que se conserva la salud de los ríos, humedales y lagos de donde procede.
Para poder gestionar los recursos sin destruirlos y tomar las decisiones adecuadas que mejoren nuestra calidad de vida, necesitamos conocer con mayor precisión su situación y su evolución en función de nuestra huella ecológica. Por eso en WWF presentamos cada dos años, desde hace casi dos décadas, el Informe Planeta Vivo, con datos que pretenden ayudar a toda la sociedad, pero muy especialmente a los líderes políticos, los gestores y las empresas, a tomar decisiones más informadas y responsables con nuestro medio ambiente.
Recientemente hemos presentado en todo el mundo la undécima edición de este prestigioso informe, que contiene un exhaustivo análisis científico realizado, como los anteriores, en colaboración con la Red de la Huella Global y la Sociedad Zoológica de Londres, y que nos permite medir la evolución de la riqueza natural y la salud del planeta.
Con este informe tratamos de presentar una visión panorámica del estado de la naturaleza en todo el mundo, y para obtenerla examinamos la tendencia de casi 15.000 poblaciones de más de 3.700 especies, lo que nos da la posibilidad de mostrar una imagen fiable de la situación de los ecosistemas en los que viven y de los impactos generados por los seres humanos. Por desgracia las conclusiones no pueden ser más alarmantes. Las poblaciones mundiales de peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos han disminuido cerca del 58% entre 1970 y 2012 y, de seguir la tendencia actual, para el año 2020 se prevé una disminución de hasta un 67%, debido fundamentalmente a la pérdida y degradación de los hábitats y a la sobreexplotación de las especies, lo que está poniendo en peligro la base de los recursos naturales y los servicios que nos ofrecen los ecosistemas.
Los datos más actualizados de nuestra huella ecológica también revelan que estamos asfixiando el planeta por primera vez en la historia, ya que para satisfacer sus necesidades actuales la humanidad está consumiendo una cantidad de recursos naturales equivalente a 1,6 planetas, y si seguimos a este ritmo en 2050 necesitaremos 2,5 planetas para cubrir las demandas humanas.
No cabe duda de que la relación de la humanidad con la naturaleza y con el planeta ha cambiado ya profundamente, y que hemos entrado en el Antropoceno, una época marcada por grandes transformaciones a escala planetaria debidas a la acción humana, cuyos impactos son visibles y patentes en una sola generación y tendrán consecuencias imprevisibles.
Una de las conclusiones más preocupantes y llamativas de nuestro escáner a la naturaleza es el descenso dramático y alarmante de las poblaciones de vertebrados de agua dulce, que han sufrido una caída del 81%, mientras que las poblaciones de especies terrestres han disminuido un 38% y las marinas un 36%, lo que pone claramente en evidencia la profunda degradación de los acuíferos, los ríos, los lagos y las zonas húmedas en todo el planeta.
En esta ocasión, con el Informe Planeta Vivo hemos puesto la lupa sobre el impacto en la naturaleza del sistema alimentario actual, quedando de manifiesto una vez más que es claramente insostenible. Hoy la agricultura ocupa ya un tercio de la superficie de tierra del planeta y es responsable del 69% de las extracciones de agua dulce y, junto con el resto del sistema alimentario, genera casi la tercera parte de las emisiones de gases de efecto invernadero. Podemos afirmar que producimos mal, comemos peor y que a pesar de su coste derrochamos los alimentos, ya que una tercera parte de estos acaban en la basura.
El uso intensivo de agua para la agricultura, la contaminación o la construcción masiva de infraestructuras, que están transformando y fragmentando los ríos, son las principales causas de la desaparición de la biodiversidad y de la degradación profunda de los ecosistemas de agua dulce, vitales para nuestra economía y para nuestro bienestar.
Pero el Informe Planeta Vivo también presenta soluciones y alternativas reales y al alcance de todos para que haya suficiente agua para nuestras necesidades y asegurar asimismo la salud de los ríos, lagos y humedales de donde procede. Por ejemplo, aplicando técnicas de regadío más eficientes e inteligentes o mejorando la planificación y la gobernanza del agua con mayor participación de todos los actores implicados para gestionar las cuencas fluviales como lo que son: sistemas vivos complejos y de gran diversidad.
Cuando se habla de «redes del agua» solemos referirnos tradicionalmente al conjunto de infraestructuras que hacen posible que el agua potable llegue hasta nuestras ciudades y casas —las presas, canales, tuberías, depósitos, estaciones potabilizadoras—, olvidando casi siempre que el agua no viene del grifo: viene de los ecosistemas, de la naturaleza.
Los bosques, los ríos y los humedales son componentes esenciales de redes vivas mucho más complejas que las artificiales y que hacen posible que el ser humano pueda disponer de agua para beber, regar o manufacturar; incluso agua para inspirarse, disfrutar o rezar. Los ecosistemas acuáticos sanos son la única garantía para contar con recursos hídricos en cantidad y calidad suficiente para los usos actuales y los de las generaciones futuras.
Si bien las redes de infraestructuras de hormigón del agua se enfrentan al reto de modernizarse para reducir pérdidas y aprovechar mejor el recurso, las redes de agua de la naturaleza deben afrontar las crecientes presiones del ser humano, que las maltrata tanto como las necesita.
A lo largo de su historia, el ser humano ha intervenido en el ciclo natural del agua a su conveniencia con la intención de usar mejor los recursos. Los cauces de los ríos han sido modificados y fragmentados con grandes infraestructuras para acumular sus caudales y ponerlos a disposición de las demandas cuando fuera necesario. Casi la mitad del volumen de las aguas de los ríos del mundo está alterada por obras de regulación. Cuando esto no es suficiente, trasvasamos el agua de una cuenca hidrográfica a otra perpetuando modelos insostenibles, en lugar de adaptar el desarrollo a las capacidades endógenas. Y bombeamos agua desde acuíferos cada vez más profundos agotando recursos fósiles para satisfacer demandas inabarcables. Algunos ríos ya no alcanzan el mar, porque en su recorrido se agotan completamente sus recursos hídricos. En otros, las aguas están tan contaminadas que pocas especies pueden sobrevivir.
La agricultura es responsable del 69% de las extracciones de agua dulce y, junto con el resto del sistema alimentario, genera casi la tercera parte de las emisiones de gases de efecto invernadero
La crisis del agua es uno de los mayores riesgos a nivel global a los que se enfrenta la humanidad, de acuerdo con el Foro Económico Mundial. La creciente escasez del agua en cada vez más zonas del planeta no es un problema de cantidad, sino un reflejo del desequilibrio entre las demandas y los recursos disponibles. Si en 1992 eran 30 países los que sufrían escasez o estrés hídrico, en 2014 la cifra subía hasta 50. Garantizar agua para todos, asequible, libre de contaminación y gestionada de forma sostenible es de hecho uno de los puntos clave de la agenda global y los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible adoptados por Naciones Unidas.
Además, como muestra nuestro Informe Planeta Vivo, hemos propiciado y extendido un modelo de producción de energía, alimentos y otros bienes que cada vez demanda más inversión en infraestructuras. Los productos regados con agua local se consumen en un mercado global sin que en la mayoría de los casos su impacto sobre los recursos hídricos o su huella energética se internalicen en el coste real de estos recursos, ni tengan un reflejo en el precio final de los productos.
Los bienes de consumo «baratos» de los que disfrutan los países más desarrollados salen, en realidad, muy caros, porque al no incluir las externalidades negativas de la producción estimulan la construcción continua de nuevas infraestructuras para aportar agua o producir energía, retroalimentando un sistema perverso. Se crea el espejismo de que el agua es infinita y gratuita, permitiendo y fomentando un crecimiento insostenible de su consumo en todo el mundo, y provocando situaciones de escasez que terminan por afectar a la población en los países productores.
El planeta no tiene tanta agua como puedan almacenar o trasvasar las infraestructuras artificiales, sino la que nos pueda dar la naturaleza. Tenemos que acordar cuáles son los límites de extracción del recurso que permitan mantener en condiciones sanas y funcionales el ciclo hidrológico, con cuencas y acuíferos con agua suficiente en cantidad y calidad. Acordar este límite es fundamental, ya que es el agua que se mantiene en la naturaleza la que permitirá que el ecosistema siga funcionando y, con ella, que se pueda gestionar de forma adecuada este recurso.
Los seres humanos demandamos agua de la naturaleza sin reparar en que de eso depende la calidad y el grado de conservación de la biodiversidad y los ecosistemas que la producen, depuran y transportan. Pero hemos causado impactos tan severos en los ecosistemas acuáticos que cada vez es más difícil obtener agua suficiente para satisfacer nuestras necesidades básicas.
Precisamente, invertir en la restauración ecológica de las redes naturales y las infraestructuras verdes debería ser una prioridad para los sectores públicos y privados relacionados con el agua, ya que su correcto funcionamiento proporciona agua de calidad, previene graves catástrofes naturales como las inundaciones y reduce daños y costes de mantenimiento a las infraestructuras y redes artificiales.
Por desgracia no siempre es posible devolver la naturaleza a su estado original, pero sí pueden curarse muchas de las heridas causadas por la actividad humana y revivir ecosistemas fluviales degradados e incluso destruidos. Sin embargo, la inversión mayoritaria sigue dirigiéndose a la construcción de redes artificiales, dedicándose hoy un esfuerzo marginal a la conservación y recuperación de estas infraestructuras naturales.
Estamos viviendo ya los primeros impactos del cambio climático, que tendrá entre sus manifestaciones más graves la modificación del ciclo del agua en muchos lugares del planeta, variando el régimen de precipitaciones, la evaporación o la temperatura del agua, con graves consecuencias para los ecosistemas, la biodiversidad y la subsistencia de cientos de millones de personas que viven de una forma u otra en estrecha relación con el agua.
Ante esta amenaza se plantea como solución dirigir los escasos recursos disponibles a la construcción de nuevas infraestructuras: de concluirse todas las presas planificadas o en construcción para la producción hidroeléctrica o para regadío, se perdería el caudal natural del 93% del volumen de agua de los ríos del mundo.
Desde nuestro punto de vista, la inversión mayoritaria debería dedicarse precisamente a desplegar masivamente las energías renovables, reducir el consumo de agua innovando en formas de producción más sostenibles y restaurar los ecosistemas degradados para aumentar su resiliencia ante el cambio climático y que sigan prestando sus servicios con la mayor naturalidad posible, dejando la inversión en infraestructuras y redes artificiales para aquellos casos en que realmente se acredite su necesidad, en aspectos como el abastecimiento, el saneamiento o la depuración de aguas residuales.
Por último, es vital cambiar la perspectiva existente en la mayor parte de las administraciones públicas y del sector privado, que parecen seguir considerando que debe usarse hasta la última gota de agua de los ríos —con el argumento de que no se puede dejar que el agua «se pierda en el mar»— en vez de asumir que es necesario dejar agua suficiente para los procesos naturales y la biodiversidad. Al mismo tiempo, es imprescindible avanzar en la protección eficaz de las cuencas hidrográficas, apostando firmemente por la creación de nuevas áreas protegidas que garanticen la captación y la depuración del agua en todo el sistema, así como la provisión de otros servicios que nos aportan los ecosistemas. Para ello, los gestores deben evolucionar hasta entender que los ecosistemas y las redes naturales no son sus competidores por el recurso, sino sus mayores aliados para captar, almacenar, conducir y depurar el agua, y que además deben cumplir con otros objetivos vitales como el transporte de sedimentos o la conectividad y movilidad de las especies que dan vida al río.
Cuando se vive en una ciudad como la mía, Quito, en la que el abastecimiento de algo tan vital como el agua depende estrechamente del estado de salud de un ecosistema tan frágil como los páramos que capturan el agua del ambiente y actúan como reguladores hídricos que mantienen estables los caudales de los ríos, es fácil apreciar la importancia de contemplar las redes naturales del agua desde una perspectiva integral, de conservarlas para que puedan cumplir su función de «fábricas de agua», y de abordar el amplio rango de amenazas que enfrentan, incluyendo el cambio climático.
Por suerte, por primera vez existe un consenso entre los gobiernos, el sector privado y toda la sociedad sobre la necesidad de cambio, y eso está permitiendo avances impensables hasta hace poco, como el Acuerdo de París contra el cambio climático, la aprobación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que por primera vez reúne las agendas económicas, sociales y ambientales, o la Nueva Agenda Urbana, resultado de la cumbre Hábitat III celebrada recientemente en Quito, y que tendrá una enorme trascendencia para mejorar la gestión del agua en todo el planeta.
Evolucionar en el modo insostenible en que usamos el agua es una responsabilidad de todos y nuestro éxito dependerá de que seamos capaces de cambiar rápido y juntos hacia un modelo de desarrollo que respete la naturaleza y los ecosistemas que mantienen nuestra sociedad y nuestra economía. Solo priorizando por encima de todo el cuidado y la restauración de los ecosistemas que forman las redes naturales del agua nuestros hijos y nietos podrán tener la gran suerte de seguir disfrutando del llamado «oro azul» del siglo XXI como lo hemos disfrutado nosotros.
BIOGRAFÍA
YOLANDA KAKABADSE
Conservacionista ecuatoriana de ascendencia georgiana que comenzó a interesarse por cuestiones medioambientales tras terminar sus estudios de Psicología Educativa en la Universidad de Quito. En esta ciudad fue una de las promotoras de la Fundación Natura, organización en la que ejerció como directora ejecutiva desde 1979 hasta 1990. En la Cumbre de la Tierra de Río actuó como enlace con las organizaciones no gubernamentales. En 1993 impulsó la creación de la Fundación Futuro Latinoamericano, organización que presidió hasta 2006. Posteriormente ha presidido el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Kakabadse es también consejera en la Fundación Ford y la Fundación Holcim para la Construcción Sostenible, además de miembro de la Comisión Internacional de la Carta de la Tierra.