JOAN MACDONALD
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Para dar respuesta a las necesidades de vivienda en las ciudades no solo es necesario realojar en mejores condiciones a los que ya viven en precariedad, sino además atender la acelerada formación de nuevos hogares
Sobrevivir en la ciudad
Para poder desarrollar su vida cotidiana, el ser humano necesita acondicionar el entorno. Ha de proveerse de elementos materiales para separar del medio un ambiente doméstico que le brinde cierto confort. Desde su realidad psicológica, social y cultural también surgen requerimientos que como individuo, pareja, grupo familiar o comunidad vecinal busca satisfacer en su hábitat. Si vive en la ciudad, buscará además conectarse a las redes de servicios, y tratará de estar cerca de los equipamientos urbanos y las oportunidades de trabajo que aquella le ofrece. La mayoría de las personas también esperan que sus viviendas estén disponibles si no para siempre, al menos por períodos de tiempo razonables y en lugares relativamente seguros, para que su vida familiar y vecinal transcurra sin demasiados sobresaltos e imprevistos. Se trata de aspiraciones sencillas y concretas que todos buscamos satisfacer para habitar de manera digna. Sin embargo, muchos ciudadanos —sobre todo los más pobres— no logran contar con alojamientos que respondan siquiera mínimamente a estas condiciones.
Es duro y difícil para el pobre sobrevivir en la ciudad de hoy. Podría quizás construir un alojamiento básico con los escasos recursos que posee, como lo hicieron sus antepasados. Pero le costará cada vez más encontrar un lugar donde colocarlo. Si antes se arriesgaba a ocupar espacios «residuales», como riberas de cursos de agua o empinadas laderas de cerros, la planificación urbana moderna ahora le prohíbe instalarse allí, por razones que quizás ni comprende. La tierra urbana «segura» y legal ya está ocupada o reservada para otros fines, o para quienes puedan pagar por ella. Los servicios urbanos —agua, saneamiento, electricidad, movilidad— no llegan a los lugares alejados o prohibidos donde ha debido instalarse, y la permanencia en esos lugares puede ser interrumpida en cualquier momento si carece del dominio legal sobre la tierra que ocupa.
La expresión física más generalizada de precariedad habitacional son los tugurios. En estos asentamientos, que tienen diferentes denominaciones y características, prevalecen aislada o conjuntamente deficiencias tales como inseguridad de permanencia, falta de servicios básicos, habitaciones de mala calidad y tamaño reducido, o sobrepoblación y hacinamiento. Uno de cada tres habitantes de ciudades del mundo en desarrollo vive en tugurios. Con el avance en la urbanización ha disminuido la proporción de personas en tugurios, pero no sucede lo mismo con el volumen poblacional en esa condición. Cada vez más habitantes tendrán que vivir —o al menos sobrevivir— sin un mínimo de confort, salubridad y seguridad.
Así, el panorama habitacional, lejos de ir mejorando, se torna más dramático. No solo es necesario realojar en mejores condiciones a los que ya viven en precariedad, sino además atender la acelerada formación de nuevos hogares. Como los esfuerzos realizados hasta ahora para disminuir o al menos detener la carencia de vivienda no parecen estar resultando demasiado efectivos, cabe preguntarse si deberíamos asumir que la vivienda es un privilegio reservado para algunos, mientras una proporción importante de la humanidad está condenada a no tenerla. ¿O acaso estamos entendiendo y manejando el asunto de manera incorrecta?
Producción masiva de viviendas
Desde una perspectiva convencional, aumentar de manera significativa la producción de viviendas ha sido hasta ahora la única —al menos la principal— manera de enfrentar la precariedad habitacional. A diferencia de otras políticas sociales, las políticas públicas de vivienda han preferido enfocarse en lo que se puede o conviene hacer desde la oferta en vez de abordar el asunto desde las necesidades de los habitantes. Gobiernos y empresas constructoras coinciden en el propósito de construir masivamente alojamientos que estiman adecuados para solucionar el problema de una vez y para siempre. Para ello consolidaron un aparato institucional, empresarial, profesional y financiero «especializado» en la producción de viviendas económicas, e instalaron procedimientos, normas, prohibiciones, permisos, estrategias y programas a ese efecto. El cliente —o beneficiario, si se le regala o subsidia la vivienda— poco tiene que opinar en este tema, ya que se estima que su intervención solo complicaría y retardaría una tarea que correspondería realizar a los especialistas.
¿Precario o informal?
De cara a los magros resultados obtenidos con la aplicación de este enfoque convencional proponemos abrir la discusión sobre su validez. Para empezar, no parece acertado equiparar la precariedad con la existencia de tugurios, o dimensionarla sobre la base de la población que se aloja en estos asentamientos. No todas las precariedades se expresan en los tugurios, y estos son tan diversos en su potencial de desarrollo que no podemos afirmar que necesariamente todos sean —o seguirán siendo— precarios. Más aún, es discutible que se otorgue una connotación tan negativa a la única respuesta que los pobres han podido dar a una necesidad que las entidades del sector vivienda han sido incapaces de atender. Visto desde esta perspectiva, el hecho de que uno de cada tres habitantes de las ciudades del sur esté viviendo en tugurios daría cuenta de un éxito formidable de los pobres para enfrentar la carencia habitacional. Desde la vereda convencional se argumenta que lo que construyen los «informales» no son viviendas, sino chozas sin valor material, que solo agravan el problema. Sin embargo, para los pobres lo material es solo un aspecto del alojamiento. Dan más importancia a la oportunidad, dado que alojarse no es una opción que pueda ser postergada hasta que se reciba una vivienda, sino que debe resolverse día a día. También valoran que su vivienda esté bien localizada, cerca de fuentes de ingreso, o vecina a las de familiares y conocidos, para contar con apoyo y construir capital social. Coinciden en la importancia de tener acceso a servicios básicos, pero no rechazan de plano la posibilidad de que «por ahora» estos no estén instalados dentro de su vivienda o tengan que ser compartidos con los vecinos. Si insistimos en la deficiente materialidad del alojamiento informal, nos dirán que «por el momento» su casa es más bien precaria o pequeña, pero que con el tiempo la irán arreglando y ampliando en la medida de sus posibilidades. Para ellos la vivienda es el «lugar donde están viviendo», ahora y aquí, no solo el edificio habitacional. Combinando componentes «duros» —paredes, pisos, techos, patios, calles— con una gama de componentes «blandos» —procedimientos, acciones, experiencias, oportunidades, aprendizajes, colaboraciones— según sus particulares sueños, prioridades y motivaciones van creando, mejorando, ampliando día a día el entorno doméstico.
Producto y proceso
Entonces, el proceso de alojamiento mal llamado «informal» no tiene nada de precario. Es complejo, dinámico y eficiente, dados los exiguos recursos y las limitaciones con que se lleva a cabo. Es un proceso que contribuye a la sostenibilidad urbana, ya que va encarando cuidadosamente los eventos para darles respuesta de la mejor forma posible. Más aún, en la mayoría de los tugurios los habitantes valoran esta vivienda que para el sector formal parece descartable. Puede ser una mala vivienda, que vale poco, pero no vale cero.
Al entender la vivienda desde los procesos habitacionales que desarrollan los habitantes, no desde el producto que nos obstinamos en imponerles, se abren rutas muy diferentes a las que transitan los programas convencionales de vivienda social. En primer lugar, es posible dimensionar las deficiencias y carencias existentes de otra manera. Si la vivienda es un «lugar donde se está viviendo», entonces hay muchas más viviendas de las que señalan las cifras oficiales. Podríamos aventurar que, salvo excepciones, cada cual tiene una vivienda, aunque esta no sea más que unas cajas de cartón en la vía pública, o una frágil choza en un lugar de riesgo. Tendríamos que reconocer que los habitantes de una ciudad no se dividen de manera bipolar entre los que tienen y no tienen vivienda, o entre los que viven «como corresponde» y aquellos que están hundidos en la precariedad. Se trata de un cuadro más complejo, lleno de matices, en que las carencias requieren ser abordadas con intervenciones focalizadas y específicas, de manera similar a como una política de salud enfrenta las distintas dolencias de su población objetivo. Pero, sobre todo, habrá que dejar de considerar a los habitantes como meros receptores de bienes y servicios que otros proveen, y aceptar que la ciudad se construye mano a mano con ellos.
La generación y difusión de conocimientos y habilidades desde el ámbito local está dando lugar a un vibrante proceso de aprendizaje, motor del potencial de actualización que demuestra la producción social de hábitat
Producción social de hábitat
Los movimientos populares han acumulado durante muchos años una valiosa experiencia en este terreno, y disponen de estrategias e instrumentos que bien podrían compartir con las políticas habitacionales y urbanas que decidan encarar los problemas de las ciudades desde esta perspectiva renovada. En la década de 1970 se acuñaba en América Latina el concepto de «producción social de hábitat», que daba cuenta de la importante contribución de las comunidades urbanas a la construcción de ciudad. Tras períodos prolongados de agudización de la pobreza e interrupción de la democracia en muchos países, y más tarde con la introducción de modelos de subsidio habitacional a demanda que hicieron de la vivienda un bien que se compra en el mercado, la producción social de hábitat dejó de tener una presencia importante en la región. Sin embargo, han surgido nuevas versiones, sobre todo en ciudades de Asia y África, que no solo demuestran una gran vitalidad, sino que además incorporan novedosas perspectivas y componentes para encarar los enormes desafíos presentes en la ciudad del siglo XXI.
Es destacable, por ejemplo, la manera en que han enfrentado la escala de los problemas habitacionales que afectan a un gran volumen de población pobre en centenares de centros urbanos. Estos constructores de ciudad han sido capaces de transformar una eventual debilidad —la existencia generalizada de pobreza y tugurios en las urbes— en una formidable ventaja para la interlocución política en un contexto urbano, al aglutinarse en organizaciones comunitarias que hoy integran redes de alcance regional. Así, han adquirido suficiente poder político y estratégico para ser tomados en cuenta por los otros actores del escenario urbano. Dos ejemplos son Slum Dwellers International (SDI), que agrupa a comunidades de 478 ciudades en 33 países, principalmente de África; y Asian Coalition for Community Action (ACCA), una iniciativa regional que llevan adelante organizaciones de 165 ciudades en 19 países asiáticos. Al amparo de poderosas federaciones, desarrollan en ámbitos locales multitud de iniciativas, en las que cada comunidad responde a sus problemas particulares según sean las prioridades, capacidades y recursos de que disponen sus miembros. Hasta hoy el manejo de una gran escala no ha impedido que las respuestas sigan siendo específicas caso a caso, como desafortunadamente sí sucede con las soluciones uniformes y repetitivas que emplea la opción convencional para atender a grandes volúmenes de hogares.
Nuevas estrategias
En un contexto en que la competencia y los permanentes conflictos entre sectores con intereses contrapuestos son parte intrínseca de la vida urbana actual, la producción social de hábitat sugiere explorar otros caminos. Para enfrentar las enormes dificultades que surgen al tratar de concretar sus proyectos en un ambiente urbano que puede ser hostil, las organizaciones populares deben asumir posiciones decididas y firmes. Con todo, la experiencia les ha enseñado que la confrontación ciega puede tener altos costos, y que es más probable obtener éxito con propuestas en que puedan ganar todos o al menos que reduzcan los costos que deberían pagar los demás. El realismo los ha llevado a preferir estrategias en las que coexisten acciones para conseguir los propios objetivos, con componentes que pueden resultar atractivos para los demás actores, sean del gobierno o del sector privado. También han reconocido que disponer de recursos financieros otorga poder de decisión y permite negociar mejor. Por eso se esfuerzan —aun cuando los recursos suelen ser escasos— en ahorrar de manera regular para constituir fondos que permitan respaldar o cofinanciar en algún grado sus proyectos. También han asumido la tarea de documentar su realidad para contar con una base de información relativamente sólida y así desarrollar mejores propuestas. Sobre todo mujeres y jóvenes de los tugurios se han capacitado para preparar catastros, perfiles, mapas de una realidad en gran medida desconocida por el resto de la ciudad, integrando métodos sencillos de entrevistas «puerta a puerta» con procedimientos más complejos de recolección y manejo electrónico de datos.
De estas organizaciones nos sorprende una madurez estratégica adquirida durante una trayectoria llena de obstáculos y riesgos para alcanzar sus propósitos, y que no encontramos en otros actores más poderosos o «calificados» del escenario urbano. No desean ser solo beneficiarios, sino socios en las políticas de hábitat, y están dispuestos a colaborar con los otros actores si ello facilita la consecución de sus objetivos.
El abismo que hemos descrito, entre la manera en que abordan los habitantes de los barrios populares y los actores convencionales la construcción de ciudad, explica en parte que los centros de formación y estudio especializados no hayan generado hasta ahora los conocimientos y tecnologías que necesitarían los constructores sociales para perfeccionar su quehacer. Por ello han debido recurrir a sus propios logros y fracasos, y extraer de ellos ideas y prácticas para construir y mejorar su hábitat. En el interior de las redes opera un incesante intercambio de experiencias, sobre todo presencial pero también a distancia, haciendo uso de los avances tecnológicos disponibles. La generación y difusión de conocimientos y habilidades desde el ámbito local está dando lugar a un vibrante proceso de aprendizaje, motor del potencial de actualización que demuestra la producción social de hábitat en las ciudades del Sur.
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En los barrios populares de nuestras ciudades suelen coexistir, por una parte, una dura precariedad del hábitat que afecta a numerosas comunidades, y por otra, el esfuerzo sostenido, a veces heroico, que realizan estos grupos para atenuar los efectos de dicha precariedad y crearse mejores condiciones de vida. Hasta ahora las políticas de hábitat desconocían en gran medida la importancia de este esfuerzo, al estimar que solo es posible solucionar adecuadamente los problemas de vivienda y entorno desde fuera. Sin embargo, las limitaciones que demuestra este enfoque, para lograr metas suficientes y así responder a la falta generalizada de alojamientos e infraestructuras urbanas, sugieren la conveniencia de reponer la producción social de hábitat como un componente central de las estrategias de desarrollo urbano y habitacional. Los resultados obtenidos por los constructores populares señalan que se trata de un camino efectivo, que podría adquirir aún mayor importancia si se le otorga el debido reconocimiento y apoyo. Habrá que ver si las políticas habitacionales están dispuestas a sumarse a este desafío y liderar un proceso de complementación de recursos e intereses que permita construir ciudades más equitativas y sostenibles. Para ello deberían empezar por reconocer de una vez por todas que son los habitantes, y no las empresas constructoras e inmobiliarias, sus principales interlocutores a la hora de emprender una buena gestión del hábitat urbano.
BIOGRAFIA
JOAN MACDONALD
Arquitecta chilena especializada en políticas habitacionales y urbanas. Ha sido profesora titular en distintas universidades en Chile y Argentina. Fue subsecretaria de Vivienda y Urbanismo de la República de Chile, y directora del Servicio Metropolitano de Vivienda y Urbanización. MacDonald propone una redefinición de la profesión del arquitecto, cuyos clientes deberían ser, según ella, los mil millones de personas que requieren soluciones habitacionales en los países en vías de desarrollo. Ha realizado numerosas investigaciones, asesorías y consultorías para organismos e instituciones, como la Unesco o la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, y ha publicado una treintena de libros y artículos. Ha recibido dos Premios nacionales por su recorrido académico y por su destacada trayectoria humanista como arquitecto, otorgados, respectivamente, por el Colegio de Arquitectos y la Universidad de la República de Chile.